La migración y la salud mental devinieron en las últimas décadas un problema emergente en el ámbito de la salud pública en muchos países. Tanto las personas trabajadoras que migran, como los familiares que se quedan en los países expulsores, enfrentan múltiples desequilibrios en orden psicológico. 

Migración

Si bien en todas las etapas de la historia ocurrieron desplazamientos de personas por múltiples razones, emigrar puede ser considerado desde un punto de vista psicológico el cambio más radical que experimenta un ser humano y es que la persona migrante transita de lo que era “su mundo” a un contexto distinto en casi toda la extensión del término; un ámbito diferente al que tendrá que hacer suyo a costa de revertir de manera progresiva ciertos hábitos o costumbres que lo acompañaron durante su existencia previa.

El convertir en parte de sí el nuevo lugar es quizás el mayor desafío que enfrenta la persona migrante y dependerá en buena medida de las posibilidades que se abran para el recién llegado. En muchas ocasiones, estas alientan la satisfacción, el goce de los logros y el crecimiento personal. Otras veces, las puertas permanecen cerradas o semiabiertas y -aunque sólo sea de manera temporal- ello trae consigo sentimientos de fracaso e incertidumbres que impulsan el debilitamiento existencial.

La persona migrante siente por momentos que vive en una cuerda floja, su aspiración de progreso es constante y todo lo que pueda obstaculizarla incide de manera directa en sus emociones, por cuanto su principal meta es garantizarse un bienestar mayor al que disfrutaba en el país de origen y contribuir a una mejor vida de sus familiares lejanos, a quienes añora.

La emigración aporta mucho al desarrollo de las distintas sociedades en cuanto al intercambio de conocimientos, de bienes materiales, el respeto a lo diverso y el enriquecimiento de los seres humanos, pero sería inadecuado negar el costo individual de esta. Incluso, los más favorecidos en los lugares de acogida, extrañan de tarde en tarde el sabor de ciertas comidas, la reunión familiar, los dicharachos y hasta el aire de aquel lugar que dejaron atrás.

Desde su llegada, las personas migrantes enfrentan complejas situaciones en el nuevo contexto vital: Encontrar un trabajo o adaptarse a él si ya se tiene, encontrar una vivienda adecuada, establecer nuevas relaciones sociales, aprender aspectos esenciales de la nueva cultura (costumbres, localismos idiomáticos, “pensar” con la nueva moneda y otros), sobrellevar la burocracia y trámites administrativos interminables… en fin, una madeja de acontecimientos que retuercen la estabilidad y que suelen llevar al llamado estrés del emigrante.

El estrés tiene relación con un estado de alerta (ante todo lo nuevo y los retos) y de activación del cuerpo para poder realizar actividades de forma “rápida” y responder a la demanda. En este caso la “demanda” principal es integrarse en la vida diaria del nuevo contexto. Pero este puede convertirse en el preludio de una carga psicológica que debe sostenerse cual mochila pesada y que en ocasiones tira para abajo.

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